lunes, 30 de diciembre de 2013

6. Piso

Hubo una temporada en la que Phil, mi compañero de piso, formuló su propia teoría sobre por qué pensaba que nosotros tres formábamos parte de un experimento sociológico. Y es que, si hablábamos con quien sea sobre nosotros y nuestra convivencia, siempre se preguntaban cómo podíamos llevarnos tan bien o, siquiera, soportarnos. La conclusión que extrajo Phil fue lapidaria: no había ninguna razón para no pensar que nos habían elegido concienzudamente para explorar los límites de la paciencia del ser humano. Pero para ser justos, añadió Phil inmediatamente al ver nuestras caras, a la tía de Jake le había salido el tiro por la culata.

La tía de Jake, o la señora Beck, era nuestra casera. Su sobrino se trasladó a la capital al comenzar la Universidad, y estuvo viviendo  solo en el piso. Naturalmente, Jake no era la clase de persona que ama la soledad, así que pasó su primer año recorriendo residencias universitarias, pisos de amigos y fiestas de todas clases.
Ya el año siguiente, Jake tenía claro que lo de vivir solo no iba con él, y propuso a su tía buscar más inquilinos. Y así fue como llegó Phil, cuya madre es una antigua conocida de la señora Beck que buscaba un hogar tranquilo y, en cierto modo, familiar para su reservado hijo. Como el piso aún podía albergar holgadamente a un inquilino más, o incluso dos, pusieron un anuncio y, de esta forma, me uní yo.

Supongo que el desmesurado afán de tener compañía que sentía Jake más el deseo de encajar de Phil, unidos mi capacidad de tolerar a toda criatura de la Naturaleza obraron el milagro, y a día de hoy no me imagino la vida universitaria en otro lugar y con otras personas.
Jake continuó con su carrera de Derecho, con algunos altibajos en el camino. Es el clásico compañero de piso que te induce a dejar los libros y correrte una juerga en los momentos menos indicados. En ocasiones puede resultar un tanto, llamémoslo insistente.  Por su parte, Phil es un espécimen de los que quedan pocos en este mundo. Comenzó estudiando Filosofía y fue añadiendo gradualmente asignaturas de Historia del Arte y Teología. De pequeño, tuvo problemas para relacionarse con niños de su edad, y esa inseguridad todavía no lo abandona. Con nosotros, sin embargo es él mismo. Las discusiones y peleas entre  Jake y él, provocadas por la presunción de uno y la mordacidad del otro hacen que sea imposible que un solo día me aburra allí. Con todo, y aunque como compañeros somos una piña, nuestra vida social en el exterior solemos hacerla por separado.

Aquel día terminé tarde la facultad y, al llegar me encontré a Jake en nuestro mejor sillón contándole a Phil con pelos y señales los pormenores de su noche loca.

—Muy mal. —les dije yo al entrar por la puerta del salón. — No debes empezar los relatos de tus hazañas hasta que no estemos todos, como dice el Código.

— Ah, perdona, tío; ha sido Phil, que me ha metido prisa para que se lo contase. —respondió Jake con una amplia sonrisa.

—Ni que me interesara lo más mínimo lo que tú haces con tus ligues. Puedo vivir perfectamente sin saberlo. —gruñó Phil.

Jake me resumió el transcurso de la velada mientras me sacaba las deportivas y las mandaba a la otra esquina del salón. Saqué tres cervezas del frigorífico y les tendí una a cada uno.

La chica en cuestión se llamaba Amber, y la había conocido en el cumpleaños de un amigo suyo. Tenía un tatuaje donde la espalda pierde su casto nombre.  

—La tercera de este semestre, como un campeón. —remarcó Phil. —¿Cómo te ha ido hoy el día, Aaron?

Dudé si contarles o no lo que había pasado con la chica pelirroja. Cassie, se llamaba, a juzgar por las letras góticas de su cuaderno. Decidí contarlo para conocer una segunda y tercera opinión.

—Una chica bastante rara de clase me ha llamado sordo y tonto. —abrevié.

—¿En serio? —gritó Jake. —Está clarísimo: quiere marcha.

—Hay que ser borde. —rió Phil, encantado. —De todas formas no te lo tomes a mal, quizá tuviera un mal día.

—Es lo más probable. —terminé yo. 

 Alejé a la chica de mis pensamientos y conecté el portátil al televisor con el cable, preparándome para la discusión de rigor sobre qué ver en la tele esa noche. 


martes, 17 de diciembre de 2013

5. Apatía

No me fue posible pasar desapercibida, eso me quedó claro desde que crucé aquella maldita puerta. Odiaba la gente que se metía en mis asuntos, que simplemente no me dejaba vivir a mi aire. En clase, a pesar de ser ya universitarios, seguía reinando ese horrible estatuto ligado a la popularidad y a las normas sociales que tanto odiaba. Como ya dije antes, no era lo que se dice un hacha en ese tema. La gente solía molestarme tanto o más de lo que yo los molestaba a ellos, y si pasaba mucho tiempo en compañía de alguien sentía una afianzada presión impuesta en mi pecho que solo me aportaba unas enormes ganas de gritar. Afortunadamente la gente solía ser lo suficientemente inteligente como para dejarme en paz. Los comentarios nunca cesaron, es cierto, pero pude asistir a clase con regularidad sin resultar ofendida por algún comentario hiriente. Supongo que, en el fondo, puede que incluso les diese un poco de miedo. La pobre huerfanita de madre loca, con el pelo naranja  y que tenía como mascota un enorme gato negro con el que hablaba y con quien era más cariñosa que con el resto del universo junto. Hasta yo misma lo encuentro irónicamente divertido.

Con los hombros caídos y la cabeza gacha, como siempre, busqué un asiento libre. Ocupé uno que no me gustó en absoluto, pero cuando se llega tarde a clase poco se puede hacer. El fondo era mi zona favorita, donde no tenía que exponerme a miradas de ningún tipo. Poca gente estaba prestándome verdadera atención, aunque yo empecé a sentir ese horrible calor sofocante que hizo que me deshiciera de mi abrigo. El cabello también empezó a molestarme, por lo que improvisé un rápido recogido con los útiles de clase. El paso del tiempo había perfeccionado mi técnica hasta dotarme de, prácticamente, una velocidad que podía compararse con la de Flash. Bueno, quizá estoy exagerando en ese sentido un poquito, pero era cierto que me peinaba en un tris.


Noté el vello de mi nuca erizarse a medida que los minutos iban pasando. Sentí esa horrible sensación de que alguien te observa muy fijamente. El resto de los compañeros volvieron a sus tareas, pero cuando me giré en busca del que me miraba sin reparo encontré la mirada de uno de los chicos de clase. No me había equivocado, parecía que aquella mañana sí resultaba interesante a alguien. Mientras me preguntaba mentalmente qué demonios podía querer aquel chico entorné los ojos y le dirigí una de mis más frías (y favoritas) miradas. Segundos después estaba poniendo los ojos en blanco y volviendo a girarme hacia el profesor casi con suficiencia. Seguramente aquel joven de nombre desconocido y gusto cero a la hora de vestir pretendía molestarme para hacer reír a sus amigos, o por simple curiosidad. Bien, tendría que dejar las cosas claras enseguida, aunque eso implicase hablar con él. Sería casi como vivir una aventura.


No presté demasiada atención a la clase de "Español" de esa mañana. Mi adormilada mente únicamente podía pensar en el libro que me esperaba en la mochila, ansioso por ser devorado. El idioma se me daba bastante bien, por lo que podía permitirme desconectar un poco durante algunas clases. No me costaría recuperarla antes del examen oral, por pretencioso que sonase. Simplemente sabía que se me daba bien, y con esto quedáis por fin avisados: soy una auténtica misántropa pretenciosa que se considera un auténtico modelo a seguir. Pero no nos desviemos más del tema...


Recogí los libros de clase sin dejarme llevar por la parsimonia que cada día me inundaba. Tenía que parar al joven que me miraba con interés y acallar cualquier tipo de maldad que su mente gritase que le apetecía hacerme. ¿Por qué, si no, iba a molestarse en mirarme? Era absurdo. En mi mente no cabía cosa más absurda. Me colgué la mochila de una de las asas y sorteé los bancos de clase para salir en el grupo de los que se escurrían primero. Afortunadamente ese chico no fue tan rápido, por lo que esperé junto a la puerta. Me sorprendió ver que salía solo y no acompañado de idiotas de buen tamaño, aunque eso no hizo que la genial idea de reprenderlo que cruzaba mi mente se apagase ni por un instante. Sin dudar comencé a cambiar detrás de él hasta que logré llamar su atención con lo más parecido a un grito que mis roncas y somnolientas cuerdas vocales podían emitir.


—¡Eh, tú!


El muchacho giró sobre sí mismo al momento para mirarme, sin molestarse en cambiar la intensidad con la que lo hacía. Mi ceño volvió a fruncirse, visiblemente molesta. Los aires de chulería me sacaban de quicio.


—¿Se puede saber qué miras?


Reduje bastante el tono al volver a preguntarle, pero seguía hablando de forma perfectamente audible. El chico irrespetuoso se mantuvo en su misma línea, mirándome sin decir nada. Creo que de haber sido un poco diferente, más fácil de encender por la rabia mis mejillas se hubieran tornado del mismo color que mi pelo. Afortunadamente no fue así y pude continuar hablando serena, aunque indignada.


—¿Qué te pasa? ¿Eres idiota, sordo o simplemente tonto?


Mis palabras mordaces parecieron, por fin, actuar sobre él. Con fingida tranquilidad observé cómo su ceño se fruncía levemente, igual que el mío, antes de apartarse el pelo de una de sus orejas. Ante mis propios ojos apareció uno de esos... Cacharritos para la sordera. Nunca conseguiré recordar su maldito nombre. Luego, sin apartar la indignación, casi como si la hubiera tomado de mis propios ojos sin permiso, volvió a girar sobre sí mismo y se marchó andando. Yo permanecí parada durante unos segundos en el sitio, observando el camino que el joven desconocido había trazado. Cualquier persona en mi situación hubiera sentido una inmensa pena o, al menos, vergüenza pero yo me quedé mirando el sitio, sin sentir absoluamente nada. Quizá era una chica tan apática como mis profesores de secundaria habían dicho, o simplemente estaba totalmente muerta por dentro, pero ese fue el caso: nada se removió adentro mío al insultar de esa forma tan déspota a aquel chico. Una fugaz y nebulosa imagen de mi desván apareció en mi mente, como siempre ocurría en las situaciones de elevada tensión, aunque desapareció con la misma rapidez con la que llegó. Volvió a dejarme sola conmigo misma.


Terminé girando yo también en la dirección contraria y yéndome hacia mi siguiente clase, o a la biblioteca a leer... No estoy segura de lo que hice en ese momento, pero desde luego no fui detrás del que ahora sé que se llamaba Aaron para disculparme. Cassandra L. Morrison jamás se traga su orgullo, por problemas que pueda ocasionarle.