lunes, 30 de diciembre de 2013

6. Piso

Hubo una temporada en la que Phil, mi compañero de piso, formuló su propia teoría sobre por qué pensaba que nosotros tres formábamos parte de un experimento sociológico. Y es que, si hablábamos con quien sea sobre nosotros y nuestra convivencia, siempre se preguntaban cómo podíamos llevarnos tan bien o, siquiera, soportarnos. La conclusión que extrajo Phil fue lapidaria: no había ninguna razón para no pensar que nos habían elegido concienzudamente para explorar los límites de la paciencia del ser humano. Pero para ser justos, añadió Phil inmediatamente al ver nuestras caras, a la tía de Jake le había salido el tiro por la culata.

La tía de Jake, o la señora Beck, era nuestra casera. Su sobrino se trasladó a la capital al comenzar la Universidad, y estuvo viviendo  solo en el piso. Naturalmente, Jake no era la clase de persona que ama la soledad, así que pasó su primer año recorriendo residencias universitarias, pisos de amigos y fiestas de todas clases.
Ya el año siguiente, Jake tenía claro que lo de vivir solo no iba con él, y propuso a su tía buscar más inquilinos. Y así fue como llegó Phil, cuya madre es una antigua conocida de la señora Beck que buscaba un hogar tranquilo y, en cierto modo, familiar para su reservado hijo. Como el piso aún podía albergar holgadamente a un inquilino más, o incluso dos, pusieron un anuncio y, de esta forma, me uní yo.

Supongo que el desmesurado afán de tener compañía que sentía Jake más el deseo de encajar de Phil, unidos mi capacidad de tolerar a toda criatura de la Naturaleza obraron el milagro, y a día de hoy no me imagino la vida universitaria en otro lugar y con otras personas.
Jake continuó con su carrera de Derecho, con algunos altibajos en el camino. Es el clásico compañero de piso que te induce a dejar los libros y correrte una juerga en los momentos menos indicados. En ocasiones puede resultar un tanto, llamémoslo insistente.  Por su parte, Phil es un espécimen de los que quedan pocos en este mundo. Comenzó estudiando Filosofía y fue añadiendo gradualmente asignaturas de Historia del Arte y Teología. De pequeño, tuvo problemas para relacionarse con niños de su edad, y esa inseguridad todavía no lo abandona. Con nosotros, sin embargo es él mismo. Las discusiones y peleas entre  Jake y él, provocadas por la presunción de uno y la mordacidad del otro hacen que sea imposible que un solo día me aburra allí. Con todo, y aunque como compañeros somos una piña, nuestra vida social en el exterior solemos hacerla por separado.

Aquel día terminé tarde la facultad y, al llegar me encontré a Jake en nuestro mejor sillón contándole a Phil con pelos y señales los pormenores de su noche loca.

—Muy mal. —les dije yo al entrar por la puerta del salón. — No debes empezar los relatos de tus hazañas hasta que no estemos todos, como dice el Código.

— Ah, perdona, tío; ha sido Phil, que me ha metido prisa para que se lo contase. —respondió Jake con una amplia sonrisa.

—Ni que me interesara lo más mínimo lo que tú haces con tus ligues. Puedo vivir perfectamente sin saberlo. —gruñó Phil.

Jake me resumió el transcurso de la velada mientras me sacaba las deportivas y las mandaba a la otra esquina del salón. Saqué tres cervezas del frigorífico y les tendí una a cada uno.

La chica en cuestión se llamaba Amber, y la había conocido en el cumpleaños de un amigo suyo. Tenía un tatuaje donde la espalda pierde su casto nombre.  

—La tercera de este semestre, como un campeón. —remarcó Phil. —¿Cómo te ha ido hoy el día, Aaron?

Dudé si contarles o no lo que había pasado con la chica pelirroja. Cassie, se llamaba, a juzgar por las letras góticas de su cuaderno. Decidí contarlo para conocer una segunda y tercera opinión.

—Una chica bastante rara de clase me ha llamado sordo y tonto. —abrevié.

—¿En serio? —gritó Jake. —Está clarísimo: quiere marcha.

—Hay que ser borde. —rió Phil, encantado. —De todas formas no te lo tomes a mal, quizá tuviera un mal día.

—Es lo más probable. —terminé yo. 

 Alejé a la chica de mis pensamientos y conecté el portátil al televisor con el cable, preparándome para la discusión de rigor sobre qué ver en la tele esa noche. 


martes, 17 de diciembre de 2013

5. Apatía

No me fue posible pasar desapercibida, eso me quedó claro desde que crucé aquella maldita puerta. Odiaba la gente que se metía en mis asuntos, que simplemente no me dejaba vivir a mi aire. En clase, a pesar de ser ya universitarios, seguía reinando ese horrible estatuto ligado a la popularidad y a las normas sociales que tanto odiaba. Como ya dije antes, no era lo que se dice un hacha en ese tema. La gente solía molestarme tanto o más de lo que yo los molestaba a ellos, y si pasaba mucho tiempo en compañía de alguien sentía una afianzada presión impuesta en mi pecho que solo me aportaba unas enormes ganas de gritar. Afortunadamente la gente solía ser lo suficientemente inteligente como para dejarme en paz. Los comentarios nunca cesaron, es cierto, pero pude asistir a clase con regularidad sin resultar ofendida por algún comentario hiriente. Supongo que, en el fondo, puede que incluso les diese un poco de miedo. La pobre huerfanita de madre loca, con el pelo naranja  y que tenía como mascota un enorme gato negro con el que hablaba y con quien era más cariñosa que con el resto del universo junto. Hasta yo misma lo encuentro irónicamente divertido.

Con los hombros caídos y la cabeza gacha, como siempre, busqué un asiento libre. Ocupé uno que no me gustó en absoluto, pero cuando se llega tarde a clase poco se puede hacer. El fondo era mi zona favorita, donde no tenía que exponerme a miradas de ningún tipo. Poca gente estaba prestándome verdadera atención, aunque yo empecé a sentir ese horrible calor sofocante que hizo que me deshiciera de mi abrigo. El cabello también empezó a molestarme, por lo que improvisé un rápido recogido con los útiles de clase. El paso del tiempo había perfeccionado mi técnica hasta dotarme de, prácticamente, una velocidad que podía compararse con la de Flash. Bueno, quizá estoy exagerando en ese sentido un poquito, pero era cierto que me peinaba en un tris.


Noté el vello de mi nuca erizarse a medida que los minutos iban pasando. Sentí esa horrible sensación de que alguien te observa muy fijamente. El resto de los compañeros volvieron a sus tareas, pero cuando me giré en busca del que me miraba sin reparo encontré la mirada de uno de los chicos de clase. No me había equivocado, parecía que aquella mañana sí resultaba interesante a alguien. Mientras me preguntaba mentalmente qué demonios podía querer aquel chico entorné los ojos y le dirigí una de mis más frías (y favoritas) miradas. Segundos después estaba poniendo los ojos en blanco y volviendo a girarme hacia el profesor casi con suficiencia. Seguramente aquel joven de nombre desconocido y gusto cero a la hora de vestir pretendía molestarme para hacer reír a sus amigos, o por simple curiosidad. Bien, tendría que dejar las cosas claras enseguida, aunque eso implicase hablar con él. Sería casi como vivir una aventura.


No presté demasiada atención a la clase de "Español" de esa mañana. Mi adormilada mente únicamente podía pensar en el libro que me esperaba en la mochila, ansioso por ser devorado. El idioma se me daba bastante bien, por lo que podía permitirme desconectar un poco durante algunas clases. No me costaría recuperarla antes del examen oral, por pretencioso que sonase. Simplemente sabía que se me daba bien, y con esto quedáis por fin avisados: soy una auténtica misántropa pretenciosa que se considera un auténtico modelo a seguir. Pero no nos desviemos más del tema...


Recogí los libros de clase sin dejarme llevar por la parsimonia que cada día me inundaba. Tenía que parar al joven que me miraba con interés y acallar cualquier tipo de maldad que su mente gritase que le apetecía hacerme. ¿Por qué, si no, iba a molestarse en mirarme? Era absurdo. En mi mente no cabía cosa más absurda. Me colgué la mochila de una de las asas y sorteé los bancos de clase para salir en el grupo de los que se escurrían primero. Afortunadamente ese chico no fue tan rápido, por lo que esperé junto a la puerta. Me sorprendió ver que salía solo y no acompañado de idiotas de buen tamaño, aunque eso no hizo que la genial idea de reprenderlo que cruzaba mi mente se apagase ni por un instante. Sin dudar comencé a cambiar detrás de él hasta que logré llamar su atención con lo más parecido a un grito que mis roncas y somnolientas cuerdas vocales podían emitir.


—¡Eh, tú!


El muchacho giró sobre sí mismo al momento para mirarme, sin molestarse en cambiar la intensidad con la que lo hacía. Mi ceño volvió a fruncirse, visiblemente molesta. Los aires de chulería me sacaban de quicio.


—¿Se puede saber qué miras?


Reduje bastante el tono al volver a preguntarle, pero seguía hablando de forma perfectamente audible. El chico irrespetuoso se mantuvo en su misma línea, mirándome sin decir nada. Creo que de haber sido un poco diferente, más fácil de encender por la rabia mis mejillas se hubieran tornado del mismo color que mi pelo. Afortunadamente no fue así y pude continuar hablando serena, aunque indignada.


—¿Qué te pasa? ¿Eres idiota, sordo o simplemente tonto?


Mis palabras mordaces parecieron, por fin, actuar sobre él. Con fingida tranquilidad observé cómo su ceño se fruncía levemente, igual que el mío, antes de apartarse el pelo de una de sus orejas. Ante mis propios ojos apareció uno de esos... Cacharritos para la sordera. Nunca conseguiré recordar su maldito nombre. Luego, sin apartar la indignación, casi como si la hubiera tomado de mis propios ojos sin permiso, volvió a girar sobre sí mismo y se marchó andando. Yo permanecí parada durante unos segundos en el sitio, observando el camino que el joven desconocido había trazado. Cualquier persona en mi situación hubiera sentido una inmensa pena o, al menos, vergüenza pero yo me quedé mirando el sitio, sin sentir absoluamente nada. Quizá era una chica tan apática como mis profesores de secundaria habían dicho, o simplemente estaba totalmente muerta por dentro, pero ese fue el caso: nada se removió adentro mío al insultar de esa forma tan déspota a aquel chico. Una fugaz y nebulosa imagen de mi desván apareció en mi mente, como siempre ocurría en las situaciones de elevada tensión, aunque desapareció con la misma rapidez con la que llegó. Volvió a dejarme sola conmigo misma.


Terminé girando yo también en la dirección contraria y yéndome hacia mi siguiente clase, o a la biblioteca a leer... No estoy segura de lo que hice en ese momento, pero desde luego no fui detrás del que ahora sé que se llamaba Aaron para disculparme. Cassandra L. Morrison jamás se traga su orgullo, por problemas que pueda ocasionarle.



sábado, 30 de noviembre de 2013

4. Pelo



La clase de Español estaba resultando más tediosa de lo que venía siendo habitual. Normalmente no solía tener queja de esta asignatura, pero el hecho de que fueran las ocho y veinte de la mañana, sumado al factor frío mañanero polar no ayudaba demasiado. Aquella noche me había costado conciliar el sueño por quedarme hasta las tantas maquinando nuevos proyectos y mantener los ojos abiertos era toda una proeza.
Garabateaba los símbolos de la fonética española en hojas sueltas, intentando seguir el monólogo del profesor, cuya voz se alzaba, optimista, sobre los bostezos ahogados de mis compañeros y el rasgueo de los bolígrafos sobre los folios. En ese momento se abrió la puerta con un chirrido brusco y un matorral gigante en tonos naranja y gris hizo su aparición.
En seguida noté que la criatura no merecía el calificativo de gigante: una vez me di cuenta de que se trataba de una persona, hube de reconocer que era bastante pequeña. La cara y el cuerpo de la chica se ocultaban entre gruesas capas de lana y una maraña de pelo naranja intenso afectado por la humedad, aunque no sabría decidir si positiva o negativamente. Reconocí en ella a la que mis compañeros conocían como la pirada de la clase, que normalmente se sentaba en las últimas filas.
Pirada o no, la chica en cuestión farfulló un “perdón” en inglés poco audible, haciendo que el profesor frunciera el ceño y que algunos se mirasen unos a otros con complicidad. Viendo ocupados todos los asientos del final, ocupó con visible resignación una silla dos filas delante de mí, justo a la mitad del aula.
Estupendo, me dije. No es que siempre me molestara por cosas sin importancia, pero se ve que mi humor no era el mejor aquel día. Además, procuraba siempre ocupar las primeras filas, y no es que fuera un pelota incorregible, sino que, de lo contrario, no me enteraba de nada; pero no siempre era posible. Desde mi mediocre posición al menos podía ver, pero la exuberante melena de la pelirroja acababa de tapar todo mi campo de visión.
Como si me hubiera leído el pensamiento, aunque ignoraba completamente mi presencia, la tal Candy- o como se llamase- abarcó toda su mata de pelo con una mano (algo que para mí era incomprensible) y a una velocidad de vértigo se hizo un recogido que desafiaba todas las leyes de la gravedad, y lo remató sujetándolo con un bolígrafo. Una habilidad que se me escapaba, a mí y a otros tantos amigos y conocidos con los que habíamos tratado alguna vez el tema.
No era la primera vez que usaba tema del cabello para mis reflexiones físicas o filosóficas. Sin ir más lejos, mi idea para el proyecto de fin de carrera surgió a raíz de una duda existencial que tuve una vez respecto al pelo. Mi experiencia como consumidor de cómics y dibujos animados me llevó a los dieciocho años a hacerme el corte de pelo estilo Shemp: un clasicazo. Pero en mi investigación por la red pasé por alto totalmente los comentarios de los internautas que aseguraban que el Shemp hairstyle no quedaba tan bien en personas reales como sucedía en los dibujos. Así pues, me dejé el pelo corto por debajo y a lo tazón e las capas más superficiales, y me peinaba con la raya en medio. Todavía hoy siento vergüenza al imaginarme a Howard Shemp revolviéndose en su tumba y desternillándose de mí. Desde entonces no he vuelto a arriesgarme con mi pelo, pero me quedó la espinita y, meses antes de aquella clase de Español decidí en consagrar mi trabajo de fin de carrera a la animación. Por supuesto, el protagonista masculino llevaría el peinado Shemp. Aún no había decidido si incluiría algún personaje femenino, ya que, como digo, para mí las cuestiones en materia de cabello de mujer siguen siendo un misterio.
Mis pensamientos me habían vuelto a llevar adonde terminaban llevándome desde hacía meses: Sharon. Llegados a este punto, me obligué a fijar mi atención en la pizarra, llena de símbolos fonéticos, y en mis hojas, en las que apenas había escrito nada.


martes, 29 de octubre de 2013

3. Dureza

Dios... ¡Era una auténtica despistada! Papá volvió a hacer sus maravillosas tortitas con bacon y sirope de chocolate y dejé que me engatusasen los juegos malabares que parecía hacer con ellas en el aire. El minutero de mi reloj decidió pararse mientras mi risa se hacía más bulliciosa. Hacerme sonreír nunca fue fácil, y mucho menos el reír a carcajada limpia. La gente siempre pensó que era borde pero yo creo que, simplemente, era demasiado distraída como para dejar que lo que pensasen de mí me importase. Eso hacía que las personas de mi alrededor, en general, me resultasen bastante indiferentes y que mi atención pasase de pertenecerles durante cinco segundos a posarse en una mosca que volaba en círculos cerca de mí. Desgraciadamente, eso sucedía con mucha frecuencia. El paso de los años agudizó eso, convirtiéndome en una persona huraña y solitaria que no necesitaba de compañía. No es que no la quisiera, no, es que no la necesitaba. Era educada y hablaba con todo el que se dignase a saludarme y trataba de mantener una conversación medianamente aceptable. No quiero pecar de sabiondilla pero siempre fui bastante inteligente. Me gusta considerarme una mujer polifacética, capaz de adaptarse a cualquier tema de conversación. Mi curiosidad por todo y las ganas vivaces de aprender que siempre tuve agudizaban esta característica mía.

Amigos podía decirse que tenía pocos y el plan más divertido del mundo era ir al cine con ellos y debatir largo y tendido acerca de la película que habíamos visto. Con pocos amigos me refiero a dos, un chico y una chica. Michelle era mi amiga prácticamente desde el jardín de infancia, y a pesar de que era todo lo contrario a mí nos compenetrábamos muy bien. Hugh, en cambio, se nos unió al "grupo", o como lo llamábamos, "secta secreta demasiado chachi para el resto del universo", cuando estábamos en secundaria. No era demasiado guapo o inteligente pero tenía ese sarcástico humor que tanto me gusta. De vez en cuando podía resultar un poco cruel con sus hirientes chistes de humor negro pero, para mí, eran absolutamente perfectos. Eramos perfectos. El trío dorado.

Me despedí de papá apresuradamente, dejando parte de mi tortita en el plato. Le dirigí una última mirada de pena por no poder terminarla pero no podía arriesgarme a mancharme con el chocolate que la cubría por comérmela demasiado rápido. Siempre tenía las manos llenas de tinta de mi estilográfica. No quería añadir a la lista de "Cosas con las que Cassandra se ensucia" al chocolate. Podía ser despistada, mas no una idiota con manchas en el jersey.

Perdí el autobús. Sí, ¿para qué voy a mentir? Me pasaba con frecuencia. Fruncí el ceño al encontrarme parada delante del cartel con el horario de los buses tras comprobar que apenas me había retrasado dos minutos. La parada estaba muy cerca de mi casa, una pequeña vivienda de piedra grisácea con la puerta azul brillante, pero solía retrasarme mucho. Era desastrosa, lo dije antes. Metí las manos dentro de mi abrigo, el cual cogí antes de salir de casa y me senté en el banco para esperar al siguiente autobús. Iba a llegar tarde a mi clase de Español y tendría que recuperar esa lección durante la hora del almuerzo debajo de mi árbol. Eso desestabilizaba mi horario del día, haciendo que tuviera que dejar el libro de Murakami para más tarde. Mi ceño volvió a fruncirse, dando a mi cara un aspecto más huraño que de costumbre. Me distraje demasiado por este hecho, así que no pude captar al hombre de mediana edad  que se acercó a mí mientras lamentaba mi desgraciada suerte internamente y se sentó justo a mi lado en el banco. Pude detectar su mirada posada en mí cuando por fin lo vi, y un escalofrío recorrió mi espalda entera. Odiaba que me mirasen, que me rozasen... Incluso que los desconocidos me hablasen, y ese tipo tenía su pierna demasiado cerca de la mía. Intenté escurrirme hacia un lado sin disimulo alguno cuando noté su pierna contra la mía. Mi mueca de asco tuvo que ser muy evidente, pues él se encorvó para poder mirarme más de cerca. En sus ojos no vi rastro alguno de curiosidad por mi comportamiento o vergüenza, no. Su mirada era... Brillante, a juego con una sonrisa de lo más maliciosa. No tardó en recorrerme otro escalofrío aún mayor que el anterior.

—Buenos días, guapa.

Su acaramelada voz era aún más horrible que su olor a pachuli. Me levanté con violencia de la esquinita del banco que había pasado a ocupar y me alejé lo máximo posible de él. El hombre, en cambio, respondió alzando la voz. Mientras se contentase con intentar molestarme de forma verbal no tendría demasiados problemas. Puede que yo fuera pequeñita y frágil a primera vista, pero no era ninguna muñeca con la que se pudiese jugar o intentar romper.

—¿No vas a responderme, preciosa?

—Vete al diablo. —mi voz sonó tan ronca como siempre, incluso somnolienta. Siempre había tenido un tono "oscuro" que, al cantar, hacía que ocupase rangos realmente bajos y que, a mi modo, adoraba. Me hacía parecer más dura al recrear una fortaleza de metal innacesible para la gente.

Sus ojos se abrieron de par en par, pero el brillo malicioso no desapareció. Yo me contenté con ocultar la barbilla un poco más en el enorme abrigo que llevaba. Internamente sólo podía rezar en lo mucho que deseaba la llegada del maldito autobús por más que mi mirada grisácea continuara impasible, enfrentada a la de aquel hombre con toda la fuerza y osadía que podía.

—La gatita tiene dientes.

—Y un spray de pimienta. —añadí de inmediato ante su intento de provocación. No permití que mi voz sonase alterada por más que me sentía al borde de un ataque de nervios. No tenía ese spray, evidentemente, y el energúmeno ese era mucho más grande que yo. Aunque yo tuviese bastante mala leche comenzaba a cuestionarme si realmente podría hacerle daño al golpearlo. No era violenta, pero tampoco idiota.

El desconocido abrió la boca para responder, con la sombra de su perversa sonrisa aún dibujada en el rostro cuando Anthony, uno de mis vecinos, llegó a la parada para tomar el autobús. No cruzó conmigo más que un par de palabras a modo de saludo pero su presencia me agradó más que la de cualquier otra persona en el mundo hasta ese momento. Ser tan imaginativa había hecho que cien mil imágenes cruzasen mi mente en unos segundos, y cada una hacía que me estremeciese más. Pero debía aparentar que eso no existía en mí. ¿Miedo yo? ¿Eso qué es, exactamente?

Llegué tarde al campus. Me vi a mí misma recorriendo los jardines casi a trompicones. Otra de mis cualidades era la de ser extremadamente patosa e incapaz de coordinar correctamente ambos pies. Una vez casi me caí en una fuente mientras corría... Pero eso es otra historia. La típica historia que tu padre cuenta en las cenas de navidad para avergonzarte. Sí, exactamente esa historia.

Busqué mi aula con ese aire despistado mío en el rostro y al abrir la puerta mis peores temores se vieron fundados. La clase llevaba ya unos diez minutos empezada y todos mis compañeros estaban en el más absoluto silencio. Un silencio que yo había roto. Esa era una clase optativa que me ayudaría a conseguir algunos cuantos créditos más y debo jurar que, por un momento, me planteé el salir corriendo y no volver jamás. Todos esos ojos mirándome consiguieron intimidarme y dejarme sin habla durante unos segundos, aunque en vez de huir, como hacía siempre, decidí enfrentarme a mí misma. Decirme "¡Venga, Cassie, tú puedes hacerlo!". Mis ánimos nunca funcionaron antes de ese día. Sin embargo en aquella clase me recargaron de fuerzas para enfrentarme a mis propios miedos y cruzar, de esa forma, la clase a zancadas hasta que pude ocupar una banca al final de la misma. Un profundo suspiro de alivio salió de adentro mío cuando estuve sentada y la atención de mis compañeros volvía a estar centrada en el profesor. Las cosas siempre volvían a su cauce y yo, para variar, volvía a mi particular burbuja de felicidad alejada de todo el mundo. Siempre sería mejor así. La dureza de verdad, esa que hace que tu alma sea inaccesible es difícil de obtener... Pero yo lo haría. Ese era mi segundo propósito: ser tan tan taaan inmensamente feliz que nadie pudiera destrozar mi burbujita, o mi duro caparazón. Locuras y delirios de una loca pelirroja, desde luego.



domingo, 27 de octubre de 2013

2. Temprano

A las 7:30 escuché el irritante pitido del despertador que programaba para ir a la universidad. Nunca oí un sonido tan desagradable como aquél, a pesar de que soy una persona que odia el silencio y que siempre necesita tener ruido a su alrededor. Pero ese infernal despertador era la excepción. Había intentado despertarme con diferentes canciones, reproducidas con mi teléfono móvil, pero desistí porque enseguida les cogía manía a mis canciones favoritas.

Me desperté con una sensación extraña e intenté recordar el sueño que había tenido. Como era de esperar, no recordé ni un detalle. Últimamente había estado pensando que sería una buena idea llevar un diario de sueños, recopilar ideas interesantes para trabajos posteriores. Pero desde que me lo propuse, no he sido capaz de retener ni uno solo. De cualquier forma no me desespero: ya recordaría alguno, el subconsciente no se puede forzar.

Creo que mi aversión hacia el despertador se debe a que era algo nuevo para mí. Cuando estaba en casa era mi madre la que solía venir a despertarme, y lo prefería, ciertamente.
De pequeño fui un niño muy despistado. Solía obedecer a mis padres y a mis maestros, pero sucedía que, cuando me hablaban a una cierta distancia, parecía que no tenía el más mínimo interés en lo que me estaban diciendo. Déficit de atención, sugirió la señorita Patty, una mujer que se volcó en mi aprendizaje durante mis primeros años en el jardín de infancia. Mis padres me llevaron a varios especialistas y descubrieron el motivo de mi ensimismamiento: poseía una capacidad auditiva muy baja, y me era imposible oír los sonidos que no se produjeran  en un radio de un metro de distancia. Durante algunos años aprendí a leer los labios con más precisión, y cuando cumplí ocho me ajustaron un implante coclear. Y esto explica por qué aún no me acostumbro al sonido de los despertadores (en casa apagaba el aparato para dormir y disfrutaba todas las mañanas de la llamada silenciosa de una madre) y por qué tiendo a llevar el pelo largo.

Me levanté de la cama con resignación, me enfundé unos vaqueros y una camisa a cuadros que cogí del respaldo de la silla. Salí en zapatillas a desayunar pasando delante de la puerta de Jake, mi compañero de piso. Había dejado un calcetín en el pomo de la puerta y sonreí maliciosamente, intuyendo que había pasado la noche acompañado. Imaginé la incomodidad de Phil, mi otro compañero de piso, cuando se enterase. Phil era un chico muy introvertido, y no disfrutaba precisamente cuando venían chicas al piso- menos aún cuando aparecían sin previo aviso.


Ya se estaba haciendo tarde, así que me tomé el café hirviendo y volví a mi habitación a coger  la cazadora y la mochila con el portátil. Al salir por la puerta volví sobre mis pasos, cogí un post-it y garabateé: “He salido más temprano para adelantar el trabajo. Aaron”. No pude evitar reírme por lo bajo por lo inverosímil de la nota. Que yo me levantase más temprano para algo así era ciencia ficción, y Jake lo sabía. Mi nota significaría algo así como “Ya he visto el calcetín en el pomo, y más te vale contármelo todo a mi vuelta”. Pegué el post-it en la puerta de Jake y salí del piso, con la mochila en la espalda. En la calle aún era de noche y, de camino a la facultad, podía ver cómo la ciudad despertaba poco a poco. Eso era lo que más me gustaba de madrugar.

martes, 22 de octubre de 2013

1. Felicidad

El momento exacto en el que amaneció fue imperceptible para mí. Para variar ,me quedé toda la noche enfrascada en la lectura a la tenue luz de la pequeña lámpara de mi mesita de noche. Papá siempre decía que era un desastre, que acabaría quedándome ciega por esa horrible costumbre que siempre había tenido, pero lo cierto es que nunca me importó demasiado. Quizá suene egoísta, pero prefería pasarme las horas inmersa en ese maravilloso mundo a usar mi perfectísima vista en otras cosas más vanas. Por aquel entonces estaba empeñada en encontrar una historia poco común, algo que me devolviese la fe en la humanidad. Algo que dejase que mi imaginación volase más allá de las barreras que la sociedad había implantado para todos. Disfrutaba leyendo a Dickens, a Wilde y a Lovecraft como la que más, pero siempre necesité otra cosa. Quería una historia de auténtica felicidad, tanto para el protagonista perfecto como para el más villano del cuento. ¿Por qué no podía existir un sitio donde todos pudieran convivir en auténtica armonía? ¿Por qué yo no podía lograr para mí misma esa "felicidad"? Sam siempre me llamaba "la soñadora de la familia". Era mi hermano favorito, siempre lo fue. Tenía doce años más que yo y recuerdo que tenía una espesa melena negra que no se asemejaba a la mía para nada. Yo tenía por aquel entonces el pelo naranja fuerte y, siempre siempre, despeinado. Odiaba las tijeras más que mi pequeño gato Ashe odiaba el agua. Debía llevarlo por la mitad de la espalda, cortado muy desigual y siempre muy revuelto. El flequillo lo llevaba relativamente recto, por encima de las cejas. Otra cosa que mi padre odiaba era mi curiosa manía de sacudir la cabeza como si fuera un perro para apartarme el pelo de la cara. Realmente, lo único que le gustaba de mi forma de ser era mi curiosidad. Él hubiera preferido que fuera una de esas bonitas chicas que tanto adoran hablar de moda y que estudian Derecho, pero yo prefería mis libros y el Periodismo. Quise hacer Literatura en un primer momento, influenciada por el hecho de que mi padre siempre haya poseído una librería, pero pensé que escribir lo que realmente pensaba me ayudaría más en mi particular búsqueda de "felicidad". Yo, Cassandra L. Morrison, quería ser feliz.

Dejé el libro de Haruki Murakami, del que había estado dando buena cuenta durante la noche encima de mi cama. El reloj sonó en el mismo instante en el que me puse en pie para entrar en el baño a darme una ducha revitalizante. Dejé que sonase durante minutos, hasta que cayó de la mesita de noche al suelo y la pila que lo hacía funcionar salió disparada de él. Cada mañana la misma historia y los mismos gritos de Edward, el menor de mis hermanos, desde su cuarto. Él era seis años mayor que yo, pues tuve la desgracia de ser la pequeña de la familia. Louis también me ganaba. Él era tres años más pequeño que Sam y, por más que me duela decirlo, a veces lo detestaba. Supongo que siempre fue el más parecido a mamá, que se marchó de casa cuando yo aún tenía un año. Louis era demasiado egoísta para pensar en nadie que no fuera él. Con frecuencia cogía dinero de la caja registradora de la librería y desaparecía durante días, en los que se emborrachaba y hacía Dios sabe qué cosas. No eran de mi incumbencia. Cuando era más pequeña había cuidado de mí igual que Sam y Edward, pero un día decidió que yo no era lo suficientemente importante como para compartir su tiempo. Yo, por mi parte, no me permití volver a necesitarlo jamás. Dos hermanos eran suficientes para mantener intacta mi burbuja de fingida tranquilidad.

Tras pasar cerca de una hora en el baño volví a salir y empezó la "juerga" dentro de mi armario. Tenía miles de jerseys y chaquetas, todas compradas en el rastro que unos cuantos chicos "hippies" ponían cada mañana cerca de casa, pero no sabía cómo era posible que jamás encontrase en mi pequeño vestidor el jersey que quería usar. Mi ropa era bastante excéntrica, algo suelta para mi talla, aunque muy colorida. Me encantaban los estampados extravagantes y la moda "vintage". Detesté el desgraciado momento en el que medio universo decidió que era buen momento para usar esa ropa, mas por suerte fue una ola de estupidez pasajera. No quería ser única en mi especie. Simplemente lo era.

Elegí mi precioso jersey rojo oscuro de cuello ancho y mis ajados vaqueros grises. Ese día no hacía demasiado frío, algo poco común en octubre en Cardiff, pero yo debía aprovecharlo. Por muy galesa que fuera el frío era algo insoportable para mí. Me gustaba tirarme delante de la chimenea con una taza de chocolate caliente en los días lluviosos, sí, pero moverme por la facultad mientras llovía se me hacía insoportable. Además, esa temperatura conseguía que mi pelo se encrespase aún más. El estilo electrizante que conseguía la falta de cepillo me gustaba, pero prefería no tentar a la suerte con demasiada humedad.

Recogí mi mochila del rincón donde la tiraba cada día y comprobé que estaban todas las carpetas con apuntes que iba a necesitar. Muchos de mis compañeros de clase elegían los ordenadores para seguir las clases, pero yo jamás cambiaría mi estilográfica por un objeto electrónico. Además, el olor de la tinta sigue siendo de mis preferidos. Escuché la voz de papá mientras me calzaba las botas militares sentada en la cama. A pesar de tener ya los veintiún años y estar en tercero de carrera continuaba llamándome como si fuera una cría para desayunar. Me puse en pie de un salto y, tras colgarme la mochila de un hombro, salí dando brincos de la habitación. El día tenía un tono grisáceo parecido al de mis ojos pero no creía que fuera a llover. Podría permitirme almorzar en los jardines de mi campus sentada bajo un árbol y terminar el libro que había empezado esa noche. Sí, ese sería mi momento mágico del día.