martes, 22 de octubre de 2013

1. Felicidad

El momento exacto en el que amaneció fue imperceptible para mí. Para variar ,me quedé toda la noche enfrascada en la lectura a la tenue luz de la pequeña lámpara de mi mesita de noche. Papá siempre decía que era un desastre, que acabaría quedándome ciega por esa horrible costumbre que siempre había tenido, pero lo cierto es que nunca me importó demasiado. Quizá suene egoísta, pero prefería pasarme las horas inmersa en ese maravilloso mundo a usar mi perfectísima vista en otras cosas más vanas. Por aquel entonces estaba empeñada en encontrar una historia poco común, algo que me devolviese la fe en la humanidad. Algo que dejase que mi imaginación volase más allá de las barreras que la sociedad había implantado para todos. Disfrutaba leyendo a Dickens, a Wilde y a Lovecraft como la que más, pero siempre necesité otra cosa. Quería una historia de auténtica felicidad, tanto para el protagonista perfecto como para el más villano del cuento. ¿Por qué no podía existir un sitio donde todos pudieran convivir en auténtica armonía? ¿Por qué yo no podía lograr para mí misma esa "felicidad"? Sam siempre me llamaba "la soñadora de la familia". Era mi hermano favorito, siempre lo fue. Tenía doce años más que yo y recuerdo que tenía una espesa melena negra que no se asemejaba a la mía para nada. Yo tenía por aquel entonces el pelo naranja fuerte y, siempre siempre, despeinado. Odiaba las tijeras más que mi pequeño gato Ashe odiaba el agua. Debía llevarlo por la mitad de la espalda, cortado muy desigual y siempre muy revuelto. El flequillo lo llevaba relativamente recto, por encima de las cejas. Otra cosa que mi padre odiaba era mi curiosa manía de sacudir la cabeza como si fuera un perro para apartarme el pelo de la cara. Realmente, lo único que le gustaba de mi forma de ser era mi curiosidad. Él hubiera preferido que fuera una de esas bonitas chicas que tanto adoran hablar de moda y que estudian Derecho, pero yo prefería mis libros y el Periodismo. Quise hacer Literatura en un primer momento, influenciada por el hecho de que mi padre siempre haya poseído una librería, pero pensé que escribir lo que realmente pensaba me ayudaría más en mi particular búsqueda de "felicidad". Yo, Cassandra L. Morrison, quería ser feliz.

Dejé el libro de Haruki Murakami, del que había estado dando buena cuenta durante la noche encima de mi cama. El reloj sonó en el mismo instante en el que me puse en pie para entrar en el baño a darme una ducha revitalizante. Dejé que sonase durante minutos, hasta que cayó de la mesita de noche al suelo y la pila que lo hacía funcionar salió disparada de él. Cada mañana la misma historia y los mismos gritos de Edward, el menor de mis hermanos, desde su cuarto. Él era seis años mayor que yo, pues tuve la desgracia de ser la pequeña de la familia. Louis también me ganaba. Él era tres años más pequeño que Sam y, por más que me duela decirlo, a veces lo detestaba. Supongo que siempre fue el más parecido a mamá, que se marchó de casa cuando yo aún tenía un año. Louis era demasiado egoísta para pensar en nadie que no fuera él. Con frecuencia cogía dinero de la caja registradora de la librería y desaparecía durante días, en los que se emborrachaba y hacía Dios sabe qué cosas. No eran de mi incumbencia. Cuando era más pequeña había cuidado de mí igual que Sam y Edward, pero un día decidió que yo no era lo suficientemente importante como para compartir su tiempo. Yo, por mi parte, no me permití volver a necesitarlo jamás. Dos hermanos eran suficientes para mantener intacta mi burbuja de fingida tranquilidad.

Tras pasar cerca de una hora en el baño volví a salir y empezó la "juerga" dentro de mi armario. Tenía miles de jerseys y chaquetas, todas compradas en el rastro que unos cuantos chicos "hippies" ponían cada mañana cerca de casa, pero no sabía cómo era posible que jamás encontrase en mi pequeño vestidor el jersey que quería usar. Mi ropa era bastante excéntrica, algo suelta para mi talla, aunque muy colorida. Me encantaban los estampados extravagantes y la moda "vintage". Detesté el desgraciado momento en el que medio universo decidió que era buen momento para usar esa ropa, mas por suerte fue una ola de estupidez pasajera. No quería ser única en mi especie. Simplemente lo era.

Elegí mi precioso jersey rojo oscuro de cuello ancho y mis ajados vaqueros grises. Ese día no hacía demasiado frío, algo poco común en octubre en Cardiff, pero yo debía aprovecharlo. Por muy galesa que fuera el frío era algo insoportable para mí. Me gustaba tirarme delante de la chimenea con una taza de chocolate caliente en los días lluviosos, sí, pero moverme por la facultad mientras llovía se me hacía insoportable. Además, esa temperatura conseguía que mi pelo se encrespase aún más. El estilo electrizante que conseguía la falta de cepillo me gustaba, pero prefería no tentar a la suerte con demasiada humedad.

Recogí mi mochila del rincón donde la tiraba cada día y comprobé que estaban todas las carpetas con apuntes que iba a necesitar. Muchos de mis compañeros de clase elegían los ordenadores para seguir las clases, pero yo jamás cambiaría mi estilográfica por un objeto electrónico. Además, el olor de la tinta sigue siendo de mis preferidos. Escuché la voz de papá mientras me calzaba las botas militares sentada en la cama. A pesar de tener ya los veintiún años y estar en tercero de carrera continuaba llamándome como si fuera una cría para desayunar. Me puse en pie de un salto y, tras colgarme la mochila de un hombro, salí dando brincos de la habitación. El día tenía un tono grisáceo parecido al de mis ojos pero no creía que fuera a llover. Podría permitirme almorzar en los jardines de mi campus sentada bajo un árbol y terminar el libro que había empezado esa noche. Sí, ese sería mi momento mágico del día.


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