martes, 29 de octubre de 2013

3. Dureza

Dios... ¡Era una auténtica despistada! Papá volvió a hacer sus maravillosas tortitas con bacon y sirope de chocolate y dejé que me engatusasen los juegos malabares que parecía hacer con ellas en el aire. El minutero de mi reloj decidió pararse mientras mi risa se hacía más bulliciosa. Hacerme sonreír nunca fue fácil, y mucho menos el reír a carcajada limpia. La gente siempre pensó que era borde pero yo creo que, simplemente, era demasiado distraída como para dejar que lo que pensasen de mí me importase. Eso hacía que las personas de mi alrededor, en general, me resultasen bastante indiferentes y que mi atención pasase de pertenecerles durante cinco segundos a posarse en una mosca que volaba en círculos cerca de mí. Desgraciadamente, eso sucedía con mucha frecuencia. El paso de los años agudizó eso, convirtiéndome en una persona huraña y solitaria que no necesitaba de compañía. No es que no la quisiera, no, es que no la necesitaba. Era educada y hablaba con todo el que se dignase a saludarme y trataba de mantener una conversación medianamente aceptable. No quiero pecar de sabiondilla pero siempre fui bastante inteligente. Me gusta considerarme una mujer polifacética, capaz de adaptarse a cualquier tema de conversación. Mi curiosidad por todo y las ganas vivaces de aprender que siempre tuve agudizaban esta característica mía.

Amigos podía decirse que tenía pocos y el plan más divertido del mundo era ir al cine con ellos y debatir largo y tendido acerca de la película que habíamos visto. Con pocos amigos me refiero a dos, un chico y una chica. Michelle era mi amiga prácticamente desde el jardín de infancia, y a pesar de que era todo lo contrario a mí nos compenetrábamos muy bien. Hugh, en cambio, se nos unió al "grupo", o como lo llamábamos, "secta secreta demasiado chachi para el resto del universo", cuando estábamos en secundaria. No era demasiado guapo o inteligente pero tenía ese sarcástico humor que tanto me gusta. De vez en cuando podía resultar un poco cruel con sus hirientes chistes de humor negro pero, para mí, eran absolutamente perfectos. Eramos perfectos. El trío dorado.

Me despedí de papá apresuradamente, dejando parte de mi tortita en el plato. Le dirigí una última mirada de pena por no poder terminarla pero no podía arriesgarme a mancharme con el chocolate que la cubría por comérmela demasiado rápido. Siempre tenía las manos llenas de tinta de mi estilográfica. No quería añadir a la lista de "Cosas con las que Cassandra se ensucia" al chocolate. Podía ser despistada, mas no una idiota con manchas en el jersey.

Perdí el autobús. Sí, ¿para qué voy a mentir? Me pasaba con frecuencia. Fruncí el ceño al encontrarme parada delante del cartel con el horario de los buses tras comprobar que apenas me había retrasado dos minutos. La parada estaba muy cerca de mi casa, una pequeña vivienda de piedra grisácea con la puerta azul brillante, pero solía retrasarme mucho. Era desastrosa, lo dije antes. Metí las manos dentro de mi abrigo, el cual cogí antes de salir de casa y me senté en el banco para esperar al siguiente autobús. Iba a llegar tarde a mi clase de Español y tendría que recuperar esa lección durante la hora del almuerzo debajo de mi árbol. Eso desestabilizaba mi horario del día, haciendo que tuviera que dejar el libro de Murakami para más tarde. Mi ceño volvió a fruncirse, dando a mi cara un aspecto más huraño que de costumbre. Me distraje demasiado por este hecho, así que no pude captar al hombre de mediana edad  que se acercó a mí mientras lamentaba mi desgraciada suerte internamente y se sentó justo a mi lado en el banco. Pude detectar su mirada posada en mí cuando por fin lo vi, y un escalofrío recorrió mi espalda entera. Odiaba que me mirasen, que me rozasen... Incluso que los desconocidos me hablasen, y ese tipo tenía su pierna demasiado cerca de la mía. Intenté escurrirme hacia un lado sin disimulo alguno cuando noté su pierna contra la mía. Mi mueca de asco tuvo que ser muy evidente, pues él se encorvó para poder mirarme más de cerca. En sus ojos no vi rastro alguno de curiosidad por mi comportamiento o vergüenza, no. Su mirada era... Brillante, a juego con una sonrisa de lo más maliciosa. No tardó en recorrerme otro escalofrío aún mayor que el anterior.

—Buenos días, guapa.

Su acaramelada voz era aún más horrible que su olor a pachuli. Me levanté con violencia de la esquinita del banco que había pasado a ocupar y me alejé lo máximo posible de él. El hombre, en cambio, respondió alzando la voz. Mientras se contentase con intentar molestarme de forma verbal no tendría demasiados problemas. Puede que yo fuera pequeñita y frágil a primera vista, pero no era ninguna muñeca con la que se pudiese jugar o intentar romper.

—¿No vas a responderme, preciosa?

—Vete al diablo. —mi voz sonó tan ronca como siempre, incluso somnolienta. Siempre había tenido un tono "oscuro" que, al cantar, hacía que ocupase rangos realmente bajos y que, a mi modo, adoraba. Me hacía parecer más dura al recrear una fortaleza de metal innacesible para la gente.

Sus ojos se abrieron de par en par, pero el brillo malicioso no desapareció. Yo me contenté con ocultar la barbilla un poco más en el enorme abrigo que llevaba. Internamente sólo podía rezar en lo mucho que deseaba la llegada del maldito autobús por más que mi mirada grisácea continuara impasible, enfrentada a la de aquel hombre con toda la fuerza y osadía que podía.

—La gatita tiene dientes.

—Y un spray de pimienta. —añadí de inmediato ante su intento de provocación. No permití que mi voz sonase alterada por más que me sentía al borde de un ataque de nervios. No tenía ese spray, evidentemente, y el energúmeno ese era mucho más grande que yo. Aunque yo tuviese bastante mala leche comenzaba a cuestionarme si realmente podría hacerle daño al golpearlo. No era violenta, pero tampoco idiota.

El desconocido abrió la boca para responder, con la sombra de su perversa sonrisa aún dibujada en el rostro cuando Anthony, uno de mis vecinos, llegó a la parada para tomar el autobús. No cruzó conmigo más que un par de palabras a modo de saludo pero su presencia me agradó más que la de cualquier otra persona en el mundo hasta ese momento. Ser tan imaginativa había hecho que cien mil imágenes cruzasen mi mente en unos segundos, y cada una hacía que me estremeciese más. Pero debía aparentar que eso no existía en mí. ¿Miedo yo? ¿Eso qué es, exactamente?

Llegué tarde al campus. Me vi a mí misma recorriendo los jardines casi a trompicones. Otra de mis cualidades era la de ser extremadamente patosa e incapaz de coordinar correctamente ambos pies. Una vez casi me caí en una fuente mientras corría... Pero eso es otra historia. La típica historia que tu padre cuenta en las cenas de navidad para avergonzarte. Sí, exactamente esa historia.

Busqué mi aula con ese aire despistado mío en el rostro y al abrir la puerta mis peores temores se vieron fundados. La clase llevaba ya unos diez minutos empezada y todos mis compañeros estaban en el más absoluto silencio. Un silencio que yo había roto. Esa era una clase optativa que me ayudaría a conseguir algunos cuantos créditos más y debo jurar que, por un momento, me planteé el salir corriendo y no volver jamás. Todos esos ojos mirándome consiguieron intimidarme y dejarme sin habla durante unos segundos, aunque en vez de huir, como hacía siempre, decidí enfrentarme a mí misma. Decirme "¡Venga, Cassie, tú puedes hacerlo!". Mis ánimos nunca funcionaron antes de ese día. Sin embargo en aquella clase me recargaron de fuerzas para enfrentarme a mis propios miedos y cruzar, de esa forma, la clase a zancadas hasta que pude ocupar una banca al final de la misma. Un profundo suspiro de alivio salió de adentro mío cuando estuve sentada y la atención de mis compañeros volvía a estar centrada en el profesor. Las cosas siempre volvían a su cauce y yo, para variar, volvía a mi particular burbuja de felicidad alejada de todo el mundo. Siempre sería mejor así. La dureza de verdad, esa que hace que tu alma sea inaccesible es difícil de obtener... Pero yo lo haría. Ese era mi segundo propósito: ser tan tan taaan inmensamente feliz que nadie pudiera destrozar mi burbujita, o mi duro caparazón. Locuras y delirios de una loca pelirroja, desde luego.



No hay comentarios:

Publicar un comentario