A las 7:30 escuché el irritante pitido del despertador que
programaba para ir a la universidad. Nunca oí un sonido tan desagradable como
aquél, a pesar de que soy una persona que odia el silencio y que siempre
necesita tener ruido a su alrededor. Pero ese infernal despertador era la
excepción. Había intentado despertarme con diferentes canciones, reproducidas
con mi teléfono móvil, pero desistí porque enseguida les cogía manía a mis
canciones favoritas.
Me desperté con una sensación extraña e intenté recordar el
sueño que había tenido. Como era de esperar, no recordé ni un detalle. Últimamente
había estado pensando que sería una buena idea llevar un diario de sueños, recopilar
ideas interesantes para trabajos posteriores. Pero desde que me lo propuse, no
he sido capaz de retener ni uno solo. De cualquier forma no me desespero: ya recordaría
alguno, el subconsciente no se puede forzar.
Creo que mi aversión hacia el despertador se debe a que era
algo nuevo para mí. Cuando estaba en casa era mi madre la que solía venir a
despertarme, y lo prefería, ciertamente.
De pequeño fui un niño muy despistado. Solía obedecer a mis
padres y a mis maestros, pero sucedía que, cuando me hablaban a una cierta
distancia, parecía que no tenía el más mínimo interés en lo que me estaban
diciendo. Déficit de atención, sugirió la señorita Patty, una mujer que se
volcó en mi aprendizaje durante mis primeros años en el jardín de infancia. Mis
padres me llevaron a varios especialistas y descubrieron el motivo de mi
ensimismamiento: poseía una capacidad auditiva muy baja, y me era imposible oír
los sonidos que no se produjeran en un
radio de un metro de distancia. Durante algunos años aprendí a leer los labios con
más precisión, y cuando cumplí ocho me ajustaron un implante coclear. Y esto explica
por qué aún no me acostumbro al sonido de los despertadores (en casa apagaba el
aparato para dormir y disfrutaba todas las mañanas de la llamada silenciosa de
una madre) y por qué tiendo a llevar el pelo largo.
Me levanté de la cama con resignación, me enfundé unos
vaqueros y una camisa a cuadros que cogí del respaldo de la silla. Salí en
zapatillas a desayunar pasando delante de la puerta de Jake, mi compañero de
piso. Había dejado un calcetín en el pomo de la puerta y sonreí maliciosamente,
intuyendo que había pasado la noche acompañado. Imaginé la incomodidad de Phil,
mi otro compañero de piso, cuando se enterase. Phil era un chico muy
introvertido, y no disfrutaba precisamente cuando venían chicas al piso- menos
aún cuando aparecían sin previo aviso.
Ya se estaba haciendo tarde, así que me tomé el café
hirviendo y volví a mi habitación a coger la cazadora y la mochila con el portátil. Al salir
por la puerta volví sobre mis pasos, cogí un post-it y garabateé: “He salido
más temprano para adelantar el trabajo. Aaron”. No pude evitar reírme por lo
bajo por lo inverosímil de la nota. Que yo me levantase más temprano para algo
así era ciencia ficción, y Jake lo sabía. Mi nota significaría algo así como “Ya
he visto el calcetín en el pomo, y más te vale contármelo todo a mi vuelta”. Pegué
el post-it en la puerta de Jake y salí del piso, con la mochila en la espalda. En
la calle aún era de noche y, de camino a la facultad, podía ver cómo la ciudad
despertaba poco a poco. Eso era lo que más me gustaba de madrugar.
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