La clase de Español estaba
resultando más tediosa de lo que venía siendo habitual. Normalmente no solía
tener queja de esta asignatura, pero el hecho de que fueran las ocho y veinte
de la mañana, sumado al factor frío mañanero polar no ayudaba demasiado.
Aquella noche me había costado conciliar el sueño por quedarme hasta las tantas
maquinando nuevos proyectos y mantener los ojos abiertos era toda una proeza.
Garabateaba los símbolos de la
fonética española en hojas sueltas, intentando seguir el monólogo del profesor,
cuya voz se alzaba, optimista, sobre los bostezos ahogados de mis compañeros y
el rasgueo de los bolígrafos sobre los folios. En ese momento se abrió la
puerta con un chirrido brusco y un matorral gigante en tonos naranja y gris
hizo su aparición.
En seguida noté que la criatura
no merecía el calificativo de gigante: una vez me di cuenta de que se trataba
de una persona, hube de reconocer que era bastante pequeña. La cara y el cuerpo
de la chica se ocultaban entre gruesas capas de lana y una maraña de pelo naranja
intenso afectado por la humedad, aunque no sabría decidir si positiva o
negativamente. Reconocí en ella a la que mis compañeros conocían como la pirada
de la clase, que normalmente se sentaba en las últimas filas.
Pirada o no, la chica en cuestión
farfulló un “perdón” en inglés poco audible, haciendo que el profesor frunciera
el ceño y que algunos se mirasen unos a otros con complicidad. Viendo ocupados
todos los asientos del final, ocupó con visible resignación una silla dos filas
delante de mí, justo a la mitad del aula.
Estupendo, me dije. No es que
siempre me molestara por cosas sin importancia, pero se ve que mi humor no era
el mejor aquel día. Además, procuraba siempre ocupar las primeras filas, y no
es que fuera un pelota incorregible, sino que, de lo contrario, no me enteraba
de nada; pero no siempre era posible. Desde mi mediocre posición al menos podía
ver, pero la exuberante melena de la pelirroja acababa de tapar todo mi campo
de visión.
Como si me hubiera leído el
pensamiento, aunque ignoraba completamente mi presencia, la tal Candy- o como
se llamase- abarcó toda su mata de pelo con una mano (algo que para mí era
incomprensible) y a una velocidad de vértigo se hizo un recogido que desafiaba
todas las leyes de la gravedad, y lo remató sujetándolo con un bolígrafo. Una
habilidad que se me escapaba, a mí y a otros tantos amigos y conocidos con los
que habíamos tratado alguna vez el tema.
No era la primera vez que usaba
tema del cabello para mis reflexiones físicas o filosóficas. Sin ir más lejos, mi
idea para el proyecto de fin de carrera surgió a raíz de una duda existencial
que tuve una vez respecto al pelo. Mi experiencia como consumidor de cómics y
dibujos animados me llevó a los dieciocho años a hacerme el corte de pelo
estilo Shemp: un clasicazo. Pero en mi investigación por la red pasé por alto totalmente
los comentarios de los internautas que aseguraban que el Shemp hairstyle no
quedaba tan bien en personas reales como sucedía en los dibujos. Así pues, me
dejé el pelo corto por debajo y a lo tazón e las capas más superficiales, y me
peinaba con la raya en medio. Todavía hoy siento vergüenza al imaginarme a
Howard Shemp revolviéndose en su tumba y desternillándose de mí. Desde entonces
no he vuelto a arriesgarme con mi pelo, pero me quedó la espinita y, meses
antes de aquella clase de Español decidí en consagrar mi trabajo de fin de
carrera a la animación. Por supuesto, el protagonista masculino llevaría el
peinado Shemp. Aún no había decidido si incluiría algún personaje femenino, ya
que, como digo, para mí las cuestiones en materia de cabello de mujer siguen siendo
un misterio.
Mis pensamientos me habían vuelto
a llevar adonde terminaban llevándome desde hacía meses: Sharon. Llegados a
este punto, me obligué a fijar mi atención en la pizarra, llena de símbolos
fonéticos, y en mis hojas, en las que apenas había escrito nada.
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